Dicen que la música amansa a las
fieras, que estimula el desarrollo del feto y que proporciona
bienestar. Dicen que buscamos músicas en sintonía con nuestro
ánimo. Alegres cuando estamos contentos y tristes cuando la
melancolía aparece en nuestra alma, y que tras su escucha siempre
nos sentimos mejor, fuera cual fuera nuestro estado inicial. Se le
da a la música infinidad de cualidades y a músicos como Mozart
capacidades impensables al interpretar alguna de sus melodías. La música
siempre me ha sorprendido. Es capaz de sacar lo mejor y lo peor de
mi. Su estudio me ha proporcionado una gran sensibilidad, pero también una disciplina
inquebrantable.
He dedicado a la música la mayor parte de
mi vida, empecé con 9 años y no la he dejado en el olvido nunca, a pesar del desamor que he tenido con ella en alguna ocasión. Estudiar música es un ejercicio de constancia, y eso en cualquier época de la vida es duro. Sin embargo, he aprendido a aprender cada día
cosas de este arte, aunque fuera de un modo más relajado en algún tiempo. A pesar de los años en el conservatorio, en la facultad y en casa, la mayor lección que me ha podido dar a lo
largo de estos 25 años, la más práctica e importante, me la ha dado de
la mano de Pedro, mi alumno autista e hiperactivo.
Antes de enfrentarme a esta clase
“especial”, jamás había enseñado a un niño con
este trastorno, me documenté. Leí artículos sobre los
beneficios de la música para los menores autistas y consulté con
varios especialistas en el tema que me pusieron varias cosas claras.
“El primer día va a ser un caos. Pedro no va hacer nada de lo que
prepares para la clase”. Su madre también me advirtió. “No lo
fuerces, no le cojas la cara para que te mire, no le toques”. Me
hablaron con términos técnicos que había escuchado, pero jamás estudiado, y de
circunstancias y situaciones que tenía que ver en su consultorio
psicológico semanal porque no podía imaginármelas, tenía que
verlas para saber cómo reaccionar y como contactar con la mirada
huidiza de Pedro.
Todas estas indicaciones y requerimientos, tanto de
los especialistas en autismo como de los padres, me acojonaron en un principio, la verdad, y
me pusieron a la defensiva por si la reacción de Pedro hacia un
entorno y persona extraños no era la más correcta políticamente
hablando. Sin embargo, preferí enfrentarme sola, sin haber tomado
nota de lo que otros profesionales hacen con Pedro y al preparar la
clase intente olvidar todas esas pautas estrictas y adaptar la música
a un niño de 8 años con un desfase curricular de dos años. Es
decir, pensé en Pedro como si tuviera un desarrollo mental de 6 años
y un desarrollo del lenguaje de 4 años. Adapté la música a su
particular mundo y elaboré los recursos para introducirme en él de
forma sigilosa, sin hacer ruido.
Cuando Pedro entró por mi portal,
desde mi casa escuchaba sus peculiaridades y a su madre llamándolo al
“orden”. Tampoco era muy complicado, solo vivo en la primera planta. Pero por un instante me acojoné. “¡Era cierto todo lo que
me habían advertido!”. Respiré hondo, dejé que tocaran a la
puerta, esperé unos segundos y abrí. En el instante en el que la
puerta se abrió, un torbellino llamado Pedro entró en mi casa y
recorrió e inspeccionó cada palmo de mi piso cuando apenas había
podido saludar a su madre. “Ay, Dios”, pensé. Su madre lo llamó
al "orden" y me dijo que era una reacción normal. Volví a respirar y
visualicé que todo iba a ir bien. Pasar de la entrada al salón nos
costó varios intentos. Hay que hacerlo de una forma determinada para
que se establezca una rutina y con ella la normalidad cada vez que Pedro
entre en mi casa para aprender música.
Tras conseguir sentarnos, le expliqué
a Pedro mediante pictogramas lo que íbamos hacer y comenzamos. En el momento en el que Pedro escuchó
mi voz entonando las notas musicales se relajó. Fue como un milagro.
Dejó de ser el torbellino de la entrada para convertirse en un niño
capaz de estar sentado, escuchando e imitando lo que oía. Incluso
nuestras miradas se cruzaron en más de una ocasión a lo largo de la
clase. Con su buena reacción ante la música, a mí se me olvidaron las pautas y sin
pensarlo le cogí las manos para comunicarme con él. En ese microsegundo que
pasa entre que haces algo y se ejecuta la respuesta, pensé “mierda, le he tocado,
a ver que pasa”. Lo mejor fue que no pasó nada y Pedro respondió
como cualquier niño. Él también me cogió las manos para que
dejara de ayudarle. Quería hacerlo solo, y lo hacía muy bien. La
aprobación y el refuerzo positivo son fundamentales. Pedro los
recibía de mi parte, pero no como al loco cuando se le da la razón,
Pedro realmente lo merecía.
Mediante distintos juegos, Pedro
aprendió ese día 5 notas musicales, su colocación en el pentagrama
y su entonación. No creáis que esto es fácil, ni siquiera para
vosotros. ;-) Tras estos ejercicios, llegó el turno
de sentarse al piano e interpretar una melodía. Utilicé sólo dos
de las cinco notas aprendidas y con ellas Pedro pudo interpretar “En
el bosque sin cesar, se oye al Cuco así cantar. Cucú, Cucú, Cucú”.
Y lo hizo bien, muy bien. Eso sí, Pedro investigó entre repetición
y repetición las cualidades sonoras del piano, preguntó a su manera para que
servían los pedales del piano y me invitó a que yo primero tocara con él y
luego dejara de hacerlo. Incluso cuando rocé con el codo las notas más
graves del piano, Pedro se sorprendió ante su sonoridad y
luego me sugirió que me alejara del piano para no errar más. Me
lo sugirió a su manera, claro, levantándose de la banqueta e intentando separar mi
silla del instrumento, pero lo importante es que estableció una relación con el piano y conmigo.
Cuando terminó la clase, su madre, que
había permanecido durante toda la hora en la habitación, sólo
acertaba a elogiar mi trabajo con Pedro y a subrayar que estaba “alucinada”. Fue en ese momento cuando comprendí la importancia de lo que había pasado allí, para ella había sido mágico, y para mí desde ese instante también. “He
tenido que comprobar que era Pedro y no tú quien estaba tocando el
piano”, señaló su madre. Ambas estábamos sorprendidas por todo, por su pequeña hazaña al piano, por que hiciera
caso a mis directrices y por cómo había respondido a la música y a la clase en general. Yo no me lo podía
creer, aún me cuesta. Jamás me he sentido tan satisfecha en mi vida
laboral como ese día.
De esta forma, la intención inicial de su madre de que
fuera a ver cómo Pedro trabajaba con su psicóloga para tomar nota se esfumó. Cuando esta mujer me dio su total confianza sentí orgullo y encontré sentido a esos
25 años de estudio y dedicación total y parcial a la música. Ver
la reacción de esa madre y de ese niño no tiene precio. Cabe señalar, que una vez que Pedro se
levantó de la banqueta, me ayudó a cerrar el piano y le dije que la
clase había terminado volvió a ser ese niño hiperactivo y ausente que hacía
una hora había traspasado mi puerta. Volvió, mientras su madre y yo
nos despedíamos, a revisar cada habitación de mi casa. Menos mal que superé
la prueba del algodón. “Está muy limpio”, dijo.