martes, 17 de enero de 2012

La magia de la música y el autismo

Dicen que la música amansa a las fieras, que estimula el desarrollo del feto y que proporciona bienestar. Dicen que buscamos músicas en sintonía con nuestro ánimo. Alegres cuando estamos contentos y tristes cuando la melancolía aparece en nuestra alma, y que tras su escucha siempre nos sentimos mejor, fuera cual fuera nuestro estado inicial. Se le da a la música infinidad de cualidades y a músicos como Mozart capacidades impensables al interpretar alguna de sus melodías. La música siempre me ha sorprendido. Es capaz de sacar lo mejor y lo peor de mi. Su estudio me ha proporcionado una gran sensibilidad, pero también una disciplina inquebrantable. 


He dedicado a la música la mayor parte de mi vida, empecé con 9 años y no la he dejado en el olvido nunca, a pesar del desamor que he tenido con ella en alguna ocasión. Estudiar música es un ejercicio de constancia, y eso en cualquier época de la vida es duro. Sin embargo, he aprendido a aprender cada día cosas de este arte, aunque fuera de un modo más relajado en algún tiempo. A pesar de los años en el conservatorio, en la facultad y en casa, la mayor lección que me ha podido dar a lo largo de estos 25 años, la más práctica e importante, me la ha dado de la mano de Pedro, mi alumno autista e hiperactivo. 


Antes de enfrentarme a esta clase “especial”, jamás había enseñado a un niño con este trastorno, me documenté. Leí artículos sobre los beneficios de la música para los menores autistas y consulté con varios especialistas en el tema que me pusieron varias cosas claras. “El primer día va a ser un caos. Pedro no va hacer nada de lo que prepares para la clase”. Su madre también me advirtió. “No lo fuerces, no le cojas la cara para que te mire, no le toques”. Me hablaron con términos técnicos que había escuchado, pero jamás estudiado, y de circunstancias y situaciones que tenía que ver en su consultorio psicológico semanal porque no podía imaginármelas, tenía que verlas para saber cómo reaccionar y como contactar con la mirada huidiza de Pedro. 

Todas estas indicaciones y requerimientos, tanto de los especialistas en autismo como de los padres, me acojonaron en un principio, la verdad, y me pusieron a la defensiva por si la reacción de Pedro hacia un entorno y persona extraños no era la más correcta políticamente hablando. Sin embargo, preferí enfrentarme sola, sin haber tomado nota de lo que otros profesionales hacen con Pedro y al preparar la clase intente olvidar todas esas pautas estrictas y adaptar la música a un niño de 8 años con un desfase curricular de dos años. Es decir, pensé en Pedro como si tuviera un desarrollo mental de 6 años y un desarrollo del lenguaje de 4 años. Adapté la música a su particular mundo y elaboré los recursos para introducirme en él de forma sigilosa, sin hacer ruido.


Cuando Pedro entró por mi portal, desde mi casa escuchaba sus peculiaridades y a su madre llamándolo al “orden”. Tampoco era muy complicado, solo vivo en la primera planta. Pero por un instante me acojoné. “¡Era cierto todo lo que me habían advertido!”. Respiré hondo, dejé que tocaran a la puerta, esperé unos segundos y abrí. En el instante en el que la puerta se abrió, un torbellino llamado Pedro entró en mi casa y recorrió e inspeccionó cada palmo de mi piso cuando apenas había podido saludar a su madre. “Ay, Dios”, pensé. Su madre lo llamó al "orden" y me dijo que era una reacción normal. Volví a respirar y visualicé que todo iba a ir bien. Pasar de la entrada al salón nos costó varios intentos. Hay que hacerlo de una forma determinada para que se establezca una rutina y con ella la normalidad cada vez que Pedro entre en mi casa para aprender música. 


Tras conseguir sentarnos, le expliqué a Pedro mediante pictogramas lo que íbamos hacer y comenzamos. En el momento en el que Pedro escuchó mi voz entonando las notas musicales se relajó. Fue como un milagro. Dejó de ser el torbellino de la entrada para convertirse en un niño capaz de estar sentado, escuchando e imitando lo que oía. Incluso nuestras miradas se cruzaron en más de una ocasión a lo largo de la clase. Con su buena reacción ante la música, a mí se me olvidaron las pautas y sin pensarlo le cogí las manos para comunicarme con él. En ese microsegundo que pasa entre que haces algo y se ejecuta la respuesta, pensé “mierda, le he tocado, a ver que pasa”. Lo mejor fue que no pasó nada y Pedro respondió como cualquier niño. Él también me cogió las manos para que dejara de ayudarle. Quería hacerlo solo, y lo hacía muy bien. La aprobación y el refuerzo positivo son fundamentales. Pedro los recibía de mi parte, pero no como al loco cuando se le da la razón, Pedro realmente lo merecía. 


Mediante distintos juegos, Pedro aprendió ese día 5 notas musicales, su colocación en el pentagrama y su entonación. No creáis que esto es fácil, ni siquiera para vosotros. ;-)   Tras estos ejercicios, llegó el turno de sentarse al piano e interpretar una melodía. Utilicé sólo dos de las cinco notas aprendidas y con ellas Pedro pudo interpretar “En el bosque sin cesar, se oye al Cuco así cantar. Cucú, Cucú, Cucú”. Y lo hizo bien, muy bien. Eso sí, Pedro investigó entre repetición y repetición las cualidades sonoras del piano, preguntó a su manera para que servían los pedales del piano y me invitó a que yo primero tocara con él y luego dejara de hacerlo. Incluso cuando rocé con el codo las notas más graves del piano, Pedro se sorprendió ante su sonoridad y luego me sugirió que me alejara del piano para no errar más. Me lo sugirió a su manera, claro, levantándose de la banqueta e intentando separar mi silla del instrumento, pero lo importante es que estableció una relación con el piano y conmigo.


Cuando terminó la clase, su madre, que había permanecido durante toda la hora en la habitación, sólo acertaba a elogiar mi trabajo con Pedro y a subrayar que estaba “alucinada”. Fue en ese momento cuando comprendí la importancia de lo que había pasado allí, para ella había sido mágico, y para mí desde ese instante también. “He tenido que comprobar que era Pedro y no tú quien estaba tocando el piano”, señaló su madre. Ambas estábamos sorprendidas por todo, por su pequeña hazaña al piano, por que hiciera caso a mis directrices y por cómo había respondido a la música y a la clase en general. Yo no me lo podía creer, aún me cuesta. Jamás me he sentido tan satisfecha en mi vida laboral como ese día. 

De esta forma, la intención inicial de su madre de que fuera a ver cómo Pedro trabajaba con su psicóloga para tomar nota se esfumó. Cuando esta mujer me dio su total confianza sentí orgullo y encontré sentido a esos 25 años de estudio y dedicación total y parcial a la música. Ver la reacción de esa madre y de ese niño no tiene precio. Cabe señalar, que una vez que Pedro se levantó de la banqueta, me ayudó a cerrar el piano y le dije que la clase había terminado volvió a ser ese niño hiperactivo y ausente que hacía una hora había traspasado mi puerta. Volvió, mientras su madre y yo nos despedíamos, a revisar cada habitación de mi casa. Menos mal que superé la prueba del algodón. “Está muy limpio”, dijo.