martes, 13 de marzo de 2012

Vivir para luego olvidarlo


Mi abuela se olvida de su vida poco a poco. Se olvida de lo inmediato y de lo lejano. Se olvida a ratos, pero se olvida. Poco a poco le da la bienvenida a esa enfermedad que te convierte en un niño al que cada día hay que enseñar algo. Mi abuela aún me recuerda, aún me besa y saluda con afecto e interés, pero sé que algún día la besaré sin que sepa que soy su nieta mayor. Seré una desconocida. Temo ese momento, sobre todo por ella, porque no recordará la gran mujer que fue, que es y será a pesar de todo. Tampoco recordará que me encantaba ir a su casa cuando tenía seis o siete años y ver como preparaba los mejores filetes con patatas que jamás he probado, ni cómo me gustaba quitarle su sitio cuando se levantaba de su mecedora. No lo sabrá por su enfermedad, pero también porque nunca se lo dije. Esto me hace reflexionar sobre todas las cosas que nos callamos y no decimos a nuestros seres queridos. Pensamos que no hace falta o que siempre habrá tiempo para decírselas. Ahora, con mi abuela, me doy cuenta que no.

Hay momentos en los que mi abuela aún sigue siendo ella, y otros en los que se camufla como un mueble en una habitación. No mira, no habla. Está ausente. Se diluye y no participa en la tertulia familiar. Sin embargo, cuando mi abuela es mi abuela, ella recuerda anécdotas de su infancia que me llenan de alegría e ilusión. En esos momentos, mis tíos la interrogan intentando anclar sus recuerdos a esta vida que aún vive con nombres y apellidos. Pero es esa vida que aún disfruta la que se diluye como el azúcar en el café, sin que nadie puede hacer nada. No hay remedio para esta enfermedad, para este maldito mal, que nos arranca cuando llega nuestra esencia y nos deja como un trapo tirado en una cuneta, sin nombre, sin dueño, sin alma.

Siempre es grato escuchar la voz de la experiencia, escuchar vivencias de otras épocas, de guerras vividas y de regímenes extinguidos. Siempre es extraordinario, pero en los últimos meses me lo parece más, porque sé que esas vivencias y esa sabiduría se perderán con la memoria y los recuerdos de mi abuela, que quedarán recluidos en vida dentro celdas en las que no habrá cerraduras. Se extinguirán sin remedio como la conciencia de una gran mujer, la que ahora, en esos momentos que tiene de “me olvido de todo y luego lo recuerdo”, revive con extrañeza y entusiasmo cosas que, por elementales, yo ni siquiera veo.

 El otro día celebrábamos en casa el cumpleaños de mi abuelo. 85 años. Mi abuelo aún conserva todos sus recuerdos, pero desde hace unos meses su mirada parece triste, su caminar más lento y su ilusión sin aliento. Mi abuelo la mira con pena contenida, y eso me entristece. Ver cómo dos personas vitales van perdiendo sus energías poco a poco, y lo que es aún peor sus recuerdos, me llena de nostalgia. Entiendo lo que debe pasar mi abuelo, no debe ser plato de buen gusto ver como la persona que más has amado se disipa como una nube en una tarde de verano.

Ese día mi abuelo festejaba su cumpleaños con gastroenteritis. A esa altura de la vida es normal estar en el ambulatorio un día si y otro también, el cuerpo se resiente, así que mi abuelo no estaba para muchas fiestas. Su familia, sin embargo, nos resistimos a no celebrar con él y mi abuela cualquier fecha memorable, igual que yo revivo ahora en mi cabeza la madurez de mis abuelos y mi niñez intentando anclar también mis recuerdos.



Durante la celebración, mi abuela se volvió a convertir como otras veces en el centro de atención. Sin un anfitrión con ganas de fiesta, ella acaparó todas las preguntas. De este modo, mi abuela, con la inocencia que desde hace meses irradia, me abrió los ojos.
Alguien le preguntó tras soplar mi abuelo las velas:
- “Abuela, y tú ¿cuántos años tienes?”.
A lo que ella respondió: “No me acuerdo”.
- “Abuela, tienes 81 y el mes que viene cumples 82”.
- “¿Qué yo tengo 82 años? ¿Todo eso he vivido ya? ¡Qué barbaridad!, espetó. Yo hubiera dicho que tengo unos 60.
- Abuela, tu hija mayor tiene 60.

Mi abuela había perdido en el olvido y de un plumazo 22 años de su vida, o lo que es lo mismo toda su adolescencia y juventud. Me di cuenta en ese instante que la mayor parte del tiempo no somos conscientes de lo que vivimos, ni cómo lo vivimos, y que sólo cuando comenzamos a olvidar que hemos vivido descubrimos cuánto ha sido, y lo poco o mucho que lo hemos disfrutado. Mi abuela me abrió los ojos. No quiero vivir sin pena ni gloria, quiero pisar cada instante, como se pisan las uvas para exprimirles su zumo. Quiero anclar lo bueno y lo malo, señales de lo vivido, pero sobre todo quiero sacarle a la vida hasta la última gota que pueda darme. Quiero vivirla, por si luego toca olvidarla.